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Todo el mundo tocando palmas

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Reflexión por Mauricio Muñoz Escalante

La última vez que escribí para La Gaitana fue hace 8 meses, y lo único que tengo para decir en mi defensa es que ahora tengo un hijo. Eso sugiere por qué lo que fue una producción medianamente prolífica para este medio se reduj​o a ​cero​, pero hoy quiero decir que voy a retomarlo, ojalá con la misma fruición de antes, aunque con unos ligeros cambios. Porque antes me dediqué a criticar: me ofendía ver pasear perros con chaqueta frente ​a familias venezolanas muriendo de hambre en un andén, y me escandalizaba por la manera en que tratamos el español, y me avergonzaba de la clase política colombiana, entre ​muchas ​otras, y hacía catarsis con la escritura. Hoy aún me ofendo y me escandalizo y me avergüenzo,​ pero la llegada de un hijo me cuestionó hasta qué punto es importante hacer eco de lo que gritan los titulares de los medios de comunicación. Hoy pienso que quejarse no es suficiente, aunque no voy a decir (tampoco) que propondré soluciones, porque eso rebasa mi alcance. Haré como sugiere Slavoj Zizek: lidiar con la tragedia a través de la comedia o, mejor, de la farsa.

La reflexión me llegó cuando el repertorio de música de mi hogar se transformó en las canciones infantiles y a las rondas que se pueden oír gratis en Youtube, y vi cómo Salvador empezó a moverse fascinado con El baile del gorila: «Soy una rumbera / Rumbera salvaje / Bailo a mi manera / Como los primates / Soy una rumbera / Voy cortando el aire / Y si me dan cuerda / Ya no hay quien me pare / Soy una rumbera, rumbera / Rumbera, vamos a bailar…»

La profundidad del mensaje explica a la perfección por qué la canción fue un éxito. Se entiende que es una tonada alrededor de la cual se puede compartir sin pensar en nada más. Lo paradójico del asunto es que, viniendo de una mujer de veintitantos años como cualquier artista de pop, esa letra no tendría nada de extraño; pero salida de la boca de Melody en el 2001 es bastante gracioso. Y que haya hordas de personas adultas que rumbeen sin caer en cuenta de que la «rumbera salvaje» es una niña de 10 años, es hilarante.

Salvador no puede discernir nada de lo que estoy diciendo​, obviamente. L​o que ​a él y a todo el planeta ​gusta ​es el ritmo de la canción y la coreografía, especialmente cuando las personas imitan al animal del título y entonan el rugido. Eso, a las 12 de la noche, en una discoteca a reventar, después de haber salido con vida de los oscuros augurios del Y2K, debió ser rayano en lo sublime. Me puedo imaginar al DJ bajando el volumen, dejando que los asistentes gritaran con furor​, «T​odo el mundo tocando ​p​almas​»,​ mientras en efecto aplaudían al unísono antes del esperado remate.

Eso es exactamente lo que quiero hacer ahora; pero no en una discoteca porque ya no estoy para esos trotes. Voy a escribir tocando palmas distraídamente ante el colapso de la sociedad, sonriendo e imitando los movimientos y sonidos del primate, ocultando de mi hijo el horror del mundo, como enseñó Roberto Benigni en 1997, pensando en inventar la metáfora perfecta para decir—a él y al que quiera leer—que la vida puede ser bella, dependiendo de la perspectiva desde donde se le mire.

Espero lograrlo.


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