Mauricio Muñoz Escalante
Ya había oído hablar de él, pero no lograba imaginármelo. Preguntaba, «¿Es peludo? ¿Tiene la pupila como una línea vertical?», pero me respondían con evasivas. Hasta esta mañana que me subí al bus de la universidad y lo vi. Ahí estaba: el famoso niñogato, sin bigotes ni cola ni pene con púas (supongo), sentado como cualquier otro mortal, con sus ojos humanos clavados en el celular, enviando mensajes de texto por WhatsApp.
—¿Chateando con otros gatos?
—No creo.
—¿Entonces sí es un niñogato?
No entiendo qué ha pasado en los últimos años para que estemos discutiendo esto entre adultos (humanos), pero pondré mi granito de arena para poner coto al asunto.
Admitiendo que existen dos entidades (niño y gato), que durante millones de años han convivido pero se han mantenido como especies distintas, estimo que el debate actual gira alrededor del reconocimiento de (nuevos) seres que no son ni lo uno ni lo otro, sino que están en un estadio intermedio. Asumo que por fuera quedan las consideraciones, quizás también milenarias, de analogía, metáfora, imitación, similitud y mutación. El mundo de hoy prohibe hablar de un niño que «se cree» gato, y obliga a decir que «hay» un niñogato, aceptando de entrada que es una particular manera de ser. Lo volvimos un asunto ontológico.
Que así sea.
Pero creo que la cuestión se está tomando con ligereza, pues ponemos lo humano por delante, y si entramos en estas honduras fue precisamente porque se nos dio por pensar que somos iguales, que bye bye las jerarquías, que es lo mismo persona, animal o cosa. Muy bien, pero entonces seamos coherentes. Si decimos niñogato, estamos equilibrando ambas especies. Hasta ahí bien, en lo idiomático. Pero en lo comportamental estamos siendo juez y parte.
Tomemos el ejemplo más obvio: el desplazamiento. El niñogato se sienta, camina y corre como humano (cuando quiere). No como el mejor sentador, caminador y corredor, pero dentro del rango comúnmente aceptado. Entonces como humanos emitimos un juicio sobre lo que compete a nuestra especie y decimos, «Aprobado». Pero mal hacemos si nos pronunciamos también respecto de lo felino. Yo lo vi bajarse del bus de la universidad en cuatro patas y en ningún momento me convenció. Para mí carece de la agilidad y sutileza de los mininos, pero quién soy yo para opinar. Que digan ellos, los gatos. Que ellos pongan las pruebas: que le midan el salto vertical, la velocidad de reacción (y la de fondo), que lo paseen por el filo de un muro sembrado con picos de botellas y no se caiga (y no se corte), que lo suban a una mesa llena de copas y se roce con todas sin romper ninguna, etcétera. Si ellos en su fuero interno deciden que el niñogato se sienta, camina y corre como gato, entonces sí: caso cerrado. ¿Quiénes somos nosotros (humanos) para entrometernos?
Si en realidad queremos darle su lugar a los animales, tal vez lo primero sea aceptarlos en toda su complejidad y no reducirlos a una serie de características elementales. No se puede pretender ser niño el 99.9% del tiempo y correr chapuceramente como cuadrúpedo el 0.1% de las veces, y pensar que eso da para ser mitad niño mitad gato.
Póngamonos en sus zapatos. Imaginémonos que es un gato el que clama ser gatoniño: presumamos que los gatos lo postulan porque no come ratón y en cambio disfruta de los manjares de los niños, digamos Chorramo y McNuggets (por alguna razón pienso en el vampiro abstemio de sangre de Serrat). Lo normal es que seamos nosotros (humanos) los que decidamos si eso es suficiente para que lo consideremos niño, no el más destacado pero dentro del rango comúnmente aceptado. Es normal que ganarse el estatus de gatoniño 50-50 implique algo más que «creerse» niño, sólo por unas propensiones gastronómicas. Se espera un esfuerzo adicional. Lo mismo aplica al contrario.
Lo serio sería, por ejemplo, en el caso del niñogato, sacarse los ojos y hacerles un overhauling (como dicen de los carros en el History Channel): aumentarlos de tamaño y cambiarles la relación de fotorreceptores (bajarle a los conos y subirle a los bastones, para ver mejor de noche y no percibir tantos colores); y luego instalárselos en el cráneo ligeramente más separados que los de los humanos, para lograr esos veinte grados adicionales del ángulo de visión gatuna. No sería lo unico, pero entonces los otros gatos dirían, «Camina más o menos como gato, y ve más o menos como gato. No es un gato 100%, pero ahí va», y eventualmente emiten un aval condicionado. Algo es algo.
El inconveniente es que la opción quirúrgica puede necesitar decenas de intervenciones y cientos de millones de dólares, y no creo que en este momento los humanos contemos con ese tiempo ni que los gatos tengan el dinero. El asunto nos llega a bocajarro y debemos actuar con celeridad.
Propongo que le demos al niño en cuestión (no podríamos llamarlo más «niñogato» sino hasta que se haga acreedor de ese título) un entrenamiento previo que le permita competir en condiciones más similares a las de los gatos. Porque aún cuando sólo nos asistan las más loables intenciones, puede que ésta sea una pelea de tigre contra burro amarrado (literalmente), y en franca lid el gato sea muy superior al niño… Y lo que queremos es producir un marco metodológico para que él (y los subsiguientes seres transespecies) logren insertarse adecuadamente en la sociedad: chicascocodrilo, hombreslobo, mujeresaraña, etcétera.
Me ofrezco entonces para hacerlo. No soy entrenador de gatos, pero eso no es lo que se necesita. Se solicita un entrenador para potenciales niñosgato, y de eso no hay noticia aún en el mercado. ¡Y menos gratis! Porque mi oferta es ad honorem.
No creo que vayan a encontrar un mejor candidato, pero entiendo que quieran contemplar otras opciones. Démonos un tiempo a ver si llegan otras hojas de vida, y nos vemos acá mismo en una semana. Ese día cada uno trae su propuesta y las valoramos todas de manera imparcial. La mejor se queda con el puesto.
(Continuará)