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Opinión | Por: Andrés Mauricio Cabrera

Hace un par de años, el CEREC editó “Esta ciudad que no me quiere”, una serie de crónicas e historias de vida de jóvenes que habitan Bogotá. Más allá de dar cuenta de las diferentes subjetividades a las que puede acceder un joven en su búsqueda particular de sentido, el libro manifiesta varios de los problemas y amenazas con las que se enfrentan a diario en las calles de la ciudad.

Una de estas historias, “Yuria”, es particularmente descarnada. En ella, se narra la historia de una muchacha que, en plena juventud, se ve engañada por una tía para ir a Japón en busca de un mejor futuro. Nada más llegar, Yuria, la muchacha, se encuentra con que todo fue un engaño: no existe un buen trabajo y, peor aún, lo que hay es un prostíbulo regentado por la Yakuza del que es difícil salir con vida.

La historia, más que ser una anécdota, constituye la realidad de un considerable porcentaje de la población colombiana; en especial, de mujeres jóvenes. De acuerdo con los registros oficiales de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), en Colombia han ocurrido alrededor de 686 casos de trata de personas en el periodo comprendido entre el 2013 y el 2020. Del reporte, se extrae que al menos 710 mujeres padecieron este suplicio. De hecho, 408 de estos crímenes se perpetuaron con miras a propiciar la explotación sexual; mientras que 134 casos tuvieron que ver con trabajos forzados y 48 con matrimonios serviles.

Estas cifran permiten intuir varias cosas. En primera medida, la trata de personas es un delito fuertemente marcado por la cosificación del cuerpo femenino y la instrumentalización del cuerpo humano para satisfacer intereses económicos. En ese sentido, lo que hay es un desprecio por el carácter libre de la existencia de un otro que, a los ojos de su victimario, es “menos humano”. De allí que, bajo esta racionalidad, una persona sea susceptible de cosificarse; esto es, tratarse como un medio que sirve para satisfacer los intereses egoístas propios. Ya no es un fin en sí mismo, alguien autónomo e intransgredible cuyos intereses y visión de mundo deben respetarse; sino un ente del que puede hacerse uso, que puede comercializarse, etc.

De nuevo, la acción humana en su crudeza revela que nuestras intenciones sociales están lejos de materializarse. En sus denuncias sobre la racionalidad ilustrada, Benjamin, Adorno, Marcuse y Horkheimer observaban que el triunfo de cualquier razón no era necesariamente un triunfo de la humanidad. Anticipándose a este diagnóstico, Max Weber observaba que existía una diferencia radical entre una razón que se preocupa por los fines de nuestras acciones, que incluso se atreve a cuestionarlos y proponer unos mejores; y otra que tan sólo observaba qué medios eran los más idóneos para, de forma eficiente, garantizar un resultado, cualquiera que fuese.

¿Cuál de estas dos formas de razonar impera en nuestra cotidianidad? Ante un mundo que cada día parece más distante, ajeno a nuestra acción directa, sujeto al control de pocas personas, ¿a qué racionalidad puede agarrarse una persona cualquiera, desnuda en su vulnerabilidad?

Weber intuía que la razón instrumental, es decir, aquella que se preocupa tan sólo por los medios bajo la variable de la eficiencia en el resultado, parecía imperar en su presente. Benjamin y Adorno, tiempo después, fueron más allá: la razón instrumental fue la garante de buena parte de la violencia del siglo XX. Incluso, manifestaron que a la base del proyecto ilustrado (sí, el mismo que suscribió el dictum kantiano de que todas las personas deberían ser tratadas como fines y nunca como medios) se incubaba la barbarie que devino en el mundo a raíz de los totalitarismos.

Voy un poco rápido con esto, pero quiero apuntalar una conclusión que a nadie sorprende: la trata de personas es efecto de los peores problemas que anidan en nuestra racionalidad social imperante. Decía Spinoza que no había gente mala, que la maldad no era una posibilidad racional, pues nadie puede atentar contra su naturaleza y la perfectibilidad de sus posibilidades. En últimas, que el mal es un problema del pensar de forma equivocada, una manifestación de irracionalidad; cuando no de la afectación de nuestro ser por una causa externa. No sé qué pensar de esto, la verdad. Ahora bien, creo que, como bien señaló Primo Levi, el ser humano se caracteriza por su vulnerabilidad: no hay esencias que nos condicionen a plenitud.  Más bien, hemos sido lo que nuestras circunstancias y elecciones más o menos libres nos han permitido ser en un momento de nuestra historia particular

No estoy siendo riguroso. Tan sólo estoy pensando…tan sólo dejo que brote la vulnerabilidad de mi pensamiento.

Pero poco importa eso. Por el contrario, quisiera manifestar algo verdaderamente importante.

Jean Améry, una víctima de la violencia límite de la barbarie nazi, manifestaba que uno de los abismos de la experiencia humana se evidenciaba en cuanto sufríamos la tortura. Para Améry, la tortura tenía que ver con reducir a un ser humano a sus posibilidades meramente físicas. No se trata de causar cualquier daño, sino de destruir la dimensión moral de la persona hasta el punto de que ella reconozca que su único reducto es el de la resistencia corporal.

En el caso de la trata de personas, la tortura es evidente: a la persona le es negada su dimensión moral. Es un ente “a la mano”, puesto al servicio de intereses ajenos. Dicha negación de la humana condición conlleva, diría Améry, a una pérdida en la “confianza en el mundo”. Con esto, Améry quiere mostrar que cuando salimos a diario de nuestras casas creemos que las personas que nos rodean, conocidas o extrañas, se preocupan por nuestro bienestar físico y moral. Dicha creencia es la que nos permite ser y vivir en comunidad: si creyéramos que cualquier otro es una amenaza, o buscaríamos someterlo, o capaz nunca saldríamos del hogar. La vida sería un trasegar en medio de la violencia. Pero, por suerte, las cosas no son así: sospechamos que somos seres susceptibles de virtud moral, de preocupación por el bienestar ajeno, y desde esa posibilidad queremos reconocernos.

Sin embargo, la persona que ha padecido la trata de personas, como cualquier otra tortura, puede que pierda esta creencia. Puede que no quede mundo, pues el plano de nuestra existencia ha sido trastocado en plenitud. El dolor experimentado tiñe la forma en que el mundo es vivido. Lo condiciona hasta la posibilidad de su negación. Los otros son potenciales agresores; la calle, un territorio en el que se es irredimible, sujeto de deseos ajenos.

Vivimos mal porque pensamos mal, aunque este mundo hace tiempo que dejó de sernos propio. O acaso, ¿no es inmenso el abismo que separa nuestras acciones cotidianas, aparentemente irreflexivas, de nuestros deseos y sueños más profundos? La violencia pervive en nuestra cotidianidad; no sólo como un hecho manifiesto, sino como el virtual más próximo.

Nuestro compromiso debería ser el de tejer un mundo en el que las condiciones que posibilitaron la emergencia de la barbarie no subsistan. Un mundo en el que la racionalidad que incubó la violencia sea detectada y anticipada. Asimismo, es necesario propiciar un mundo en el que sea posible proyectar sentido después de la violencia. Para ello, se necesita no sólo acompañamiento psicológico para que las víctimas elaboren el trauma; también se requiere razonar sobre nuestros fines sociales y asumir las consecuencias materiales tras el ejercicio del pensamiento. El maniqueísmo rápido, que distingue entre “buenos” y “malos”; “ángeles” y “demonios”; “humanos” e “inhumanos”, es parte del problema. No lo olvidemos.


Perfil: Filosofo y Mg. en Filosofía de la Universidad del Rosario. Investigador, docente y tallerista en áreas como literatura y filosofía. Colaborador habitual de La Gaitana para las secciones de arte y cultura con énfasis en filosofía, literatura, ciudad y cine, adicionalmente escribe sobre violencia, trauma y perdón. Es guitarrista e integrante de una banda de punk.

Cláusula de conflicto de intereses: El autor no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico/profesional/personal de su perfil.

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