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Por Mauricio Muñoz Escalante

Dibujo sobre andén, Neiva (Fuente: archivo personal).

En el costado sur del parque de La cucaracha, en la segunda casa contando de occidente a oriente, en el garaje de rejas blancas de las que cuelgan toda suerte de materas y hasta pedazos de enjalma, vivía don Rogelio, artista impenitente, quién murió hace unas semanas de quién sabe qué. Porque aunque estuve a menos de cien metros de su casa durante seis años, como buen bogotano desconfiado hasta de su sombra, apenas intercambié con él un cordial «Buenos días» y un «Buenas noches», cada vez que salí a pasear a mi perro. Por eso, aparte de su nombre y de que gozaba de algún tipo de pensión, sólo sé de don Rogelio que siempre estaba afuera: esa diría que es su cualidad principal. 

Me lo encontraba gateando, siempre engalanando a su gusto el andén y la calle y el antejardín y el parque, con su particular estética de acumulador del History Channel: unas baldosas que sobraron de una remodelación las incrustó en la tierra en todos los ángulos y formas, rodeando los lugares desde donde brotan los árboles; en los troncos enrolló guirnaldas doradas y plateadas de alguna fiesta ancestral de cuando sus hijos cursaban preescolar o primaria; las extensiones de luces titilantes que otros usan en Navidad, aquí las instaló de manera permanente a modo de pérgola, protegiendo el paso justo frente a su entrada; atornilló trozos de sillas plásticas a pedazos de maderas, para improvisar una sala de estar al aire libre alrededor de una mesa que en algún momento fue parte del espacio público; pintó de un color cualquiera siempre rebajado con blanco cada módulo prefabricado del bordillo de concreto, un tramo rosado, otro celeste y otro curuba, si es que eso es un color, como si fuera la cola de una iguana LGBTI; y en el pavimento de la calle superpuso durante décadas avisos que auguran «Próspero año X», con dibujos de muñecos de nieve cubiertos de ropajes rojos y verdes que hierven al calor del bosque seco tropical. 

En la medida en que uno se aleja de su casa van disminuyendo progresivamente también el número de intervenciones, y empiezan a hacerse visibles sus notas, a veces en hojas tamaño carta grapadas contra cualquier superficie, o letreros propiamente dichos montados sobre tableros de madera, escritos con caligrafía de escolar y la peor ortografía de la que se tenga noticia en la historia del castellano en las Américas. Ya en este punto es inútil preguntarse qué tipo de trabajo permitió que su pésima gramática pasará inadvertida durante 30 o 40 años de labores; ahora sólo quedan sus predicamentos y advertencias, deseándonos un feliz día, pidiéndonos amar la naturaleza, recomendándonos creer en Dios, y solicitándonos cuidar el parque «porque es de todos».

Tal vez don Rogelio escribió algún comentario inocente sobre la cantidad de heces que pululan en el parque, desde cuándo las tribus de nuevos habitantes llegaron con sus perros y gatos a imponer su estilo de vida sobre lo que seguramente era su paraíso terrenal, y muy probablemente el ideólogo de turno lo increpó de tal manera que don Rogelio se vio en la obligación de modular el lenguaje y, a su manera de artista marginal, plasmar en tempera blanca sobre el andén de cemento escobillado su posición frente a la tenencia de animales: «Las mascotas son bonitas».

En uno de mis paseos matutinos me sorprendí ante la autenticidad de su propuesta y decidí fotografiarla, sin saber que tendría que sacarla tan pronto del archivo para rendirle homenaje a él y esas figuras silenciosas que se encargan (o quizás se encargaron) de poblar nuestros barrios de ese tinte subjetivo y popular que jamás podrán captar los hacedores profesionales de ciudad, arquitectos y urbanistas por igual.

Que sea pues este un momento para compartir algo de su arte incomprensible y su mensaje inmortal.

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One thought on “El hombre que siempre estaba fuera

  1. Me recreé imaginando a Don Rogelio viviendo con mucha tranquilidad, adornando siempre este sitio a su manera y como quiera que sea dejando un mensaje.
    MICA DE PATARROYO

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