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Una olvidada leyenda medieval, guardada en la memoria itinerante de los rapsodas, deparaba a las mujeres nacidas al amparo de los cantos y tuteladas por sacerdotisas, una aureola de protección cósmica y un talento excepcional para las artes. Pero ninguno de los designios divinos consagrados en las antiguas mitologías, advirtió de la creación resultante de la mixtura de los arrullos del porro, el cauce indómito del rio Sinú, el sosiego sabanero del mediodía y las narraciones legendarias de los juglares.

Cuando los vaqueros agotados por la arriería bajan de sus bestias a tomar un descanso, y el sol crepuscular que despide la jornada de trabajo convierte al río en un hilo de luz dorada, los gitanos, que descifran las intrincadas líneas de un incierto futuro y vaticinan glorias y desdichas, se acercan al umbroso árbol cuya sombra se alarga y concita a los lugareños a un ritual de palabreros y fandangos. El frondoso follaje que ha protegido las horas de sueño de los caminantes, y atemperado el ocio creador de trovadores y bailadores, se extiende sobre un añoso tronco enraizado a la tierra de Santa cruz de Lorica.  Es el árbol El Carito, que sirve de epónimo al corregimiento de hatos ganaderos y sembradíos de algodón y plátano.

 El arrojo de una mujer, que en cada matiz de su voz despliega la esencia telúrica de su origen, y que en sus palabras atesora el saber ancestral cordobés, solo pudo fecundarse con las lecciones de vida de quien decidió salir de la provincia para reivindicarla y enaltecerla. En el corregimiento El Carito, Adriana Lucía nació en una familia de músicos, en la que los acordes y los pregones, los porros y los paseos, se escuchaban desde el amanecer hasta la noche.  Las prolongadas tertulias con David Sánchez Juliao, el autor de memorables obras de la literatura colombiana, y el narrador locuaz de sensibilidad impar para captar la esencia de la cultura popular, afloran en su memoria siempre que evoca los episodios definitivos de su formación. “Recientemente encontré una carta que Sánchez Juliao me escribió hace muchos años. Es una muerte que no he podido superar. Compartí muchas tardes con él y aprendí sabias enseñanzas de su maestría oral”.

 

Del Porro al Jerre Jerre

 Por varias décadas, la tarima Francisco el hombre en la plaza Alfonso López, en la ciudad de Valledupar, fue un lugar en el que el vallenato se enseñoreaba con un firme aliento patriarcal. El género musical que desde las riberas del Río Guatapurí anudó el ingenio de los decimeros y la melancolía y el alborozo caribeño con la tríada instrumental del acordeón, la caja y la guacharaca, se convirtió en emblema de Colombia. Legitimado como el certamen insignia y convocado cada año para coronar a los reyes vallenatos, el festival fue un soberbio monumento del purismo genérico y el desdén experimental.

La irrupción de una niña de 12 años con un vigor que se sobreponía a su frágil figura, acompañada de un músico curtido como Alfredo Gutiérrez, debió asombrar a los que en esa velada esperaban las predecibles figuras que reinaban en el panteón vallenato del momento. Las peripecias del “monstruo del acordeón” conjugadas con una cálida y potente voz. Ungida para hacer su aparición por la matrona Consuelo Araujo Noguera, fundadora y directora del festival, el canto vivaz de Adriana Lucía se escuchó en la atiborrada plaza en mayo de 1995, para advertir que las mujeres gozaban de la capacidad interpretativa del género, que, salvo la excepción de Patricia Teherán, dominaban los hombres. Pero fue también el inicio de una carrera que sería forjada con dos atributos que se han afirmado con el paso de los años: obstinación y versatilidad.

El guiño para el escarceo sonoro con el vallenato provino de su padre. Las noches del festival eran patrocinadas por los sellos disqueros, que, en la floreciente industria fonográfica de aquel entonces, apadrinaban y promocionaban sus artistas. Padre e hija creyeron que la pesquisa de talentos de quienes con olfato y perspicacia observaban para luego concertar acuerdos de promoción, podría fijar su mirada en Adriana Lucía. El registro vocal impetuoso de la niña de gestos pueriles y recios, el despliegue escénico de una vitalidad desembozada, y un dominio auténtico que se impone con la misma naturalidad de los gorjeos y aleteos de las garzas, corocoras, azulejos y turpiales que sobrevuelan los estuarios y playones cenagosos de Córdoba, fueron los elementos que lograron hacer de esa presentación un festejo revelador.

De las clases de solfeo y teoría musical recibidas de Fernando Zumaqué – sobrino de Francisco Zumaqué – que alentaban la interpretación raizal de cumbias, porros y bailes cantados, y todos los demás géneros musicales rotulados como tropicales; al vallenato de líricas preñadas de desamores y tempestades amatorias, Adriana Lucía, se rehízo. Ninguna de las gitanas ni nigromantes que se guarecían en los ventorrillos adosados a los troncos en los valles de El Carito lo auguraron. Un cambio intempestivo y abrupto, como lo fue llegar en 1999 a Bogotá. Reemplazar el sol abrasador del caribe por los helados vientos capitalinos y el apacible ambiente de bogas y canoeros del bajo Sinú, por el ritmo frenético de Bogotá, le impuso nuevas rutinas y hábitos. 

La cantante de voz caracterizada técnicamente como contralto llegó a Bogotá a cumplir la cita que le abriría las puertas de la industria musical. Ávida por conquistar nuevos escenarios y empeñada en idear un estilo singular, firma su primer contrato con la disquera Sonolux. Su gama de matices vocales otorgados por una vibración ronca que alberga resonancias furtivas de los cantos tribales de los pueblos zenúes, también nos retrotrae la melancolía de los migrantes sirio libaneses que curaron los fragores de la mudanza con ingenio y laboriosidad. Contrario a la cobardía vivida por el timorato Rafael Escalona, que frenó su cacharro al confundir a un armadillo con una ciclópea bestia salvaje, y cuyo episodio le inspiró la letra del Jerre Jerre, la misma canción con la que Adriana Lucía debutó en la pila bautismal del vallenato, el de ella siempre fue un temple anímico osado.

Llegaría la vida trashumante de los hoteles, el ritmo vertiginoso de las entrevistas y los conciertos y la consolidación de un estilo condensado en las dos palabras de su nombre. Bastaría mentarlo, susurrarlo, vociferarlo, leerlo o escribirlo, para de inmediato tatarear cualquiera de las canciones que se hicieron populares en las radios comerciales de Colombia y Latinoamérica, y que le permitió al vallenato ataviarse de mujer.

Los cuatro trabajos discográficos producidos en esta etapa, demuestran la consagración de la mujer cuya voz acompañó despechos y parrandas, celebraciones y cortejos. En los días que te quise, Enamórate como yo, Llegaste tú, Bendita luna, y muchas canciones más, acarrearon un cambio sensible en la estética y en la lírica vallenata. Ya no era el hombre lacrimoso el reclamante del perdón. Quien manifestaba el deseo y proponía la posesión había dejado ser el omnisciente narrador masculino, la mayoría de las veces lacerado y atribuido de una facultad de fuerza y jerarquía. El impulso creador de lo femenino surgía para reclamar el merecimiento de la catarsis y la glorificación del amor. Todo esto emanaba de una voz con timbres contrastados, flexible en sus fraseos, expresiva en sus diversos colores y genuina en los afectos. Adriana Lucía había logrado ser ella misma.

 

Alma Parlante: la música como sanación

Cuando los artistas de coraje están proveídos de un talento indoblegable, las imposiciones del entramado industrial rivalizan con la insumisión creadora. Los códigos, que pretenden encarcelar en normas y reducir a mediciones y estadísticas la sabia proteica del arte, terminan por profanar la quintaesencia de la música. El encuentro en el año 2001 de Adriana Lucía con César López, el exintegrante de la banda de rock Poligamia y creador de la escopetarra, el artefacto sonoro hoy convertido en emblema del pacifismo, fue providencial. La versión pop de la canción Llegaste tú estuvo a cargo de César. Lo que podría haber sido un fugaz diálogo, pronto fue un vínculo que marcaría una apuesta ética y un viraje en su carrera.

Agotada por los contratos leoninos con las casas productoras que usufructuaban su trabajo sin mesura, decidió romper con el vasallaje que la maniataba. Rehusarse al sometimiento de los grandes sellos tuvo su costo, pero también su compensación. Años atrás, el retiro de la carrera de comunicación social en la Universidad de la Sabana fue inevitable por el escaso tiempo que disponía para las labores académicas. Ahora, una decisión radical la enfrentaba a un porvenir incierto. “César me dijo: estaré 6 meses en New York. Espérame que tengo una propuesta para ti. Quiero que hagas parte de un proyecto que lidero y que es acorde con tus búsquedas”.

A su regreso se encontrarían para fundar una clínica musical para el espíritu. La concepción de Almas Parlantes, fue inspirada por el mutuo convencimiento de los poderes curativos de la música. Antes que físicos, los malestares más sentidos por la humanidad son las carencias y los agobios afectivos. Adriana Lucía, investida del acopio de linajes triétnicos que se cruzan en su genealogía, se hizo portadora de las dolencias de sus semejantes para procurarles la medicina del canto. Como una boticaria de almas, su voz ya no buscaba aplausos en las tarimas, sino que prodigaba canciones medicinales para aligerar las penas de los desposeídos.

Los 7 años dedicados al activismo social desde el arte la convirtieron en embajadora de la No Violencia bajo el amparo de la ONU – Organización de las Naciones Unidas –. También le depararía destinos y proyectos de formación musical como Afro Reyes en las favelas de Río de Janeiro y la orientación y producción de discos con emigrantes de todo el mundo en varias ciudades de Estados Unidos. Estas experiencias la convencerían de que el silencio frente a las situaciones penosas de los seres humanos resulta inadmisible para un verdadero artista; y que su labor más memorable, a pesar de las adversidades, consiste en señalar la crudeza y denunciar la injusticia cuando estas suelen pasar inadvertidas para muchos. “Después de tantas vivencias, he comprobado que es más difícil hablar que no hablar”.

 Adriana Lucía ha demostrado que desandar los caminos no implica retroceder, sino retomar las sendas en las que restan muchas millas por explorar. La fidelidad del público y el ambiente portuario de su lugar de origen hacen que siempre esté disponible a avistar nuevos horizontes. Nació y creció a orillas del río y el mar, por lo tanto, otear desde la proa del barco le es familiar. Por ello, cuando su entrañable amigo Carlos Vives la invitó a regresar a la industria musical para producir un disco en el que se trasluciera sus orígenes y arraigos culturales, no vaciló en aceptar. El resultado fue Porro Nuevo, disco producido en el año 2008 y que le mereció su segunda nominación a los Premios Grammy. Una de las canciones que hacen parte del álbum lleva un título que bien puede ser una declaración de principios de esa nueva etapa en su carrera musical: Borrón y cuenta nueva.

Decidida a experimentar y amistar géneros autóctonos como el paseo, la cumbia y el porro con el pop, el reggae y el rock, hoy su derrotero musical lo explica con una lograda analogía gastronómica: “Si nosotros cocinamos con coco, ajo, cúrcuma y aceitunas, pues podemos hacer lo mismo en la música. Mezclar tradiciones y sabores para el renacer de la cultura”. Cada vez más sensible a los avatares del pueblo colombiano, su notoriedad pública es asumida como una vocería sincera de quienes, anulados por la marginalidad, ven en su arte y liderazgo la posibilidad de un canto plural por Colombia.

* Marcos Fabián Herrera es comunicador social y periodista y magíster en Filosofía Contemporánea. Ha ejercido el periodismo cultural y la crítica literaria en diversos periódicos y revistas.

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