
Sobre la política exterior colombiana durante el gobierno Duque (2022-2026)
Por: Luis Fernando Pacheco Gutiérrez
“Un barco a la deriva” parece el título de un buen bolero setentero para un viernes después de la oficina. Pero no, creemos que es el balance que deja el gobierno de Iván Duque Márquez, a poco más de cien días de abandonar el Palacio de Nariño y poco después de que la Corte Internacional de Justicia emitiera un fallo, previsible, pero bastante negativo a los intereses de Colombia sobre su extensión territorial en el mar Caribe.
Colombia nunca se destacó en sus dos siglos de vida republicana por ser una diplomacia líder en materia regional (muchísimo menos global). Sin embargo, cumplía lo que la literatura norteamericana denomina una política interméstica (derivación del anglicismo inter-mestic que hace referencia a una simbiosis dependiente de la política internacional respecto la política doméstica: es decir, esta última traza las acciones en materia internacional que funciona como una mera proyección). Lo anterior implicaba, que los gobiernos de turno (ante la carencia de una política exterior de Estado sólida y de largo aliento en materia temporal) trazaban unos intereses que la cancillería (como mero ejecutor de la Política Exterior) ejecutaba sin mucha autonomía.

De esta breve explicación nos sirven de ejemplo los dos gobiernos precedentes:
Álvaro Uribe Vélez (2002-2010) se propuso que la Política Exterior Colombiana (de aquí en adelante PEC) refrendara su denominada Política de Seguridad Democrática luchando contra las FARC. En esos ocho años, las acciones en materia internacional se encaminaron a condenar el accionar de las FARC, se les incluyera en listas de terroristas internacionales, lograr que Estados Unidos mantuviera las cifras de apoyo al plan Colombia y que su Política de Seguridad atrajera inversión extranjera. En materia reactiva, Colombia buscaba deslegitimar espacios de integración regional donde era minoría como el Mercosur y la CELAC. Más allá de los cuestionamientos personales, los propósitos se cumplieron en gran medida.
Su sucesor, Juan Manuel Santos (2010-2018) puso la cancillería al servicio de lograr una mayor inserción de Colombia en la región (promoviendo por ejemplo la candidatura de María Emma Mejía como Secretaria General de la UNASUR), y cuando anunció al mundo que se adelantaba un proceso de paz con la guerrilla de las FARC, lograr una legitimación de ese proceso (de allí que se escogieran países garantes, países facilitadores, sedes de negociación en el exterior y personalidades que apoyaran el proceso, como los expresidentes Pepe Mujica del Uruguay o Felipe González de España, o centrando acciones de la Embajada de la Santa Sede en concretizar la visita del Papa Francisco en septiembre de 2017). Nuevamente, más allá de los juicios de valor sobre el éxito del proceso, los propósitos se cumplieron. Es decir, lo que se definió en el Palacio de Nariño (sede del poder ejecutivo en Colombia) se cumplió en el Palacio de San Carlos (sede de la Cancillería) y se ejecutó a través de los canales formales e informales de la PEC.
Esto no pasó en el cuatrienio que termina: los objetivos nunca estuvieron claros (más allá de las frases de cajón repetidas por el presidente de turno). Durante la primera parte del mandato, el denominado “cerco diplomático contra Nicolás Maduro” se convirtió en un objetivo que se transformó en obsesión y que ha perdido toda legitimidad cuando el gobierno de Joe Biden ha renegociado con el ejecutivo venezolano, en medio del conflicto con Rusia. La razón de este descalabro es sencilla: esto no era un objetivo claro de Política Exterior, era un deseo que dependía en gran medida de terceros y que más allá de un ridículo concierto en la frontera y de reconocimientos ineficaces a Juan Guaidó nunca mutó en una estrategia real de un gobierno que daba tumbos en lo internacional.
Pero después llegó la pandemia -podrán alegar algunos- y lo que podía haber sido una oportunidad se convirtió en una excusa de mal direccionamiento. Colombia logró sacar adelante un plan de vacunación, es cierto, pero sin que destacara en nada de otros vecinos exitosos como Chile, Argentina o Uruguay. Ni el marco ortodoxo (OEA), ni los marcos alternativos antagónicos (CELAC, UNASUR antes de su desaparición, MERCOSUR), ni siquiera los marcos alternativos afines (Alianza Pacífico) fueron aprovechados para que Colombia liderara un proceso de respuesta a la pandemia, ni de un Plan de Vacunación trasnacional, ni muchísimo menos fuera pionera en la recuperación económica de la región latinoamericana. En lenguaje mundano “un borrego más, que siguió al rebaño y que no la pasó tan mal”.
Los cuatro años del balance gris incluyen una diplomacia poco profesional que se usó para pagar favores políticos (costumbre que igual es histórica en el país, una disolución de facto de Alianza Pacífico, un Grupo político que nunca funcionó (el Grupo de Lima que se diluyó tras el ascenso de Pedro Castillo al poder en el Perú), unas funciones divididas entre la cancillería y la jefatura de Gabinete (que despertó fuertes suspicacias en el poder interno del ejecutivo), y cierran con un fallo mayoritariamente adverso para Colombia en el diferendo que mantiene con Nicaragua ante el Tribunal de La Haya.
¿Cómo se llegó a esta situación y cuál es el balance que queda para quien asuma las riendas del país en agosto próximo? Lo analizaremos en la próxima entrega.
Luis Fernando Pacheco es abogado, especialista en Desarrollo Personal y Familiar (Univ. La Sabana), candidato a magister en Relaciones Internacionales (Univ. Nacional de La Plata-Argentina) y actualmente cursa el máster en Periodismo de la Universidad de Barcelona.