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Por: Andrés Mauricio Cabrera

Foto: Mauricio Bermudez

“Por eso es qué aquí en Huila

No existen los forasteros

Porque nadie extraña el agua

Ni la raza de mi pueblo”.

Héctor Álvarez. MiHuila (fragmento)

“El San Pedro, sí señor,

es fiesta de tradición.

Donde al rasgar de los tiples,

sonar de tambores vibra el corazón”.

Jorge Villamil. La mistela (fragmento)

Nos encontramos atados a un pasado que nos constituye. Aunque esta certeza resulte un tanto fútil, no lo es tanto. Construimos sentido, es decir, nos orientamos de cierta forma en este mundo, gracias a que otros ya han sido. Nacer y habitar un mundo implica necesariamente la preexistencia de otros seres humanos que antes erigieron un entramado simbólico, una comprensión de mundo particular. Vivimos gracias a lo que otros nos han legado, somos la perspectiva futura de una semilla que viaja, que transita la tierra que otros han arado. Esto es igual de válido para el Huila como para cualquier otra parte.

No existe un ser lanzado a la nada, que construye mundo sin más. Vivimos en constante interacción con otros seres (humanos, animales, plantas) que se manifiestan con independencia nuestra. Ahora bien, poseemos la capacidad de relacionarnos: nos comunicamos, construimos significado conjunto. Como diría Alfred Schutz, uno de los grandes sociólogos del siglo XX, habitamos una “pauta cultural” particular en virtud de que somos con otros. Somos lo que somos porque otros nos han permitido serlo, porque la posibilidad de ser lo que llegamos a ser es parte de nuestro horizonte comprensivo. La posibilidad que habitamos nos es heredada por lo que nuestros ancestros y predecesores hicieron con el mundo que otros les dejaron. Por ello, no resulta descabellado preguntarse qué dejaron nuestros ancestros a propósito de los bambucos y el Sanjuanero.

Somos herencia de otra gente, legado de su sentido. Nadie vive en soledad, pues somos lo que otros nos permitieron ser; al tiempo que fuimos más allá de ese mero pronóstico. El ser humano, intempestivo y vulnerable, habita un mundo a duras penas predecible del que desconoce su mañana. Ante lo angustioso que puede resultar esto, una de las herramientas primordiales para la construcción y perduración del mundo común es el recuerdo. Las comunidadesapelan al recuerdo para proyectar su existencia a futuro. Recordamos para mitigar nuestras angustias, para sepultar los viejos miedos a la naturaleza y no sentirnos desamparados ante cada uno de los peligros que roen nuestra precaria anatomía. Asimismo, también recordamos para cuestionarnos cada tanto, para reencontrarnos con lo que aquellos que fueron creían en un momento dado. En los bambucos compuestos por Villamil y otros cantautores, el recuerdo apela a una vida campesina, transformada por la violencia bipartidista, y con necesidad de recobrar la “paz tradicional” en el Tolima y el Huila; cuando no a una lenta y evidente transformación agrícola ligada a la moral campesina a una industrial. En cierto modo, estas canciones encierran el tránsito nacional de una economía campesina y minifundista a una incipiente industrialización que, más que concretarse, pervive como promesa.

Dialogamos con el pasado. Lo cuestionamos, a veces lo reafirmamos; cuando no creemos que dejó de sernos propio. A este diálogo particular, el filósofo Hans-Georg Gadamer le ha denominado “fusión de horizontes”. Conversamos con el pasado, lanzamos preguntas al mismo a partir de lo que somos en el presente para, ojalá, encontrar sosiego en el futuro. La incertidumbre del presente sirve de excusa para interrogar al pasado. De este modo, llamamos “tradición” a aquellas creencias que persisten, que si bien hayan podido verse reformuladas en el curso de las épocas, aún se sostienen como parte de nuestro ser comunitario. Y hoy por hoy, nuestra tradición huilense, se debate entre un histórico festival que lleva más de sesenta años, y una comunidad en transformación.

Bajo este entendido, sostengo una conclusión preliminar: todo festival o fiesta típica, tradicional, motiva el diálogo entre nuestro presente particular y las creencias, principios y afectos que hemos erigido como parte de nuestro patrimonio social e inmaterial. De ser esto así, ¿qué tanto nos representa las festividades del San Juan y el San Pedro?

¿Para qué carnaval, sino hay diálogo?

De entrada, el festival subsiste en una constante crisis silenciosa: tras la implantación de palcos en las cabalgatas, además de conciertos cuya boletería resultaba costosa, buena parte de la población opita siente que algo se ha perdido. Considero que esto puede resumirse en que el festival, como espacio carnavalesco, vio desfigurado uno de sus atributos esenciales. Cuando apelamos a la figura del carnaval, reconocemos que este es un espacio no sólo material; también simbólico, en el que coexisten todos los estamentos y figuras representativas de una comunidad. Dicha coexistencia funge como una suerte de diálogo en el que las clases populares cuestionan el estado actual de las cosas y a sus principales representantes. En este sentido, en el carnaval no es de extrañar la comparsa que burla a un político, al empresariado; cuando no a alguien de la farándula u otra persona que se estime con capital social, económico y político, por tan sólo citar un ejemplo.

Estas fiestas, como bien rememoran composiciones como “La mistela” o “El viaje a Neiva”, de Villamil y Luciano Díaz, aluden al licor, a la fiesta, al “olvido de sí”. Más que una apología a la embriaguez desbocada, estas canciones manifiestan una intuición bellísima: es necesario el olvido para recordar con nuevas luces. En otras palabras, es necesario olvidarse del rol social particular que cada uno ocupa para sumergirse en un diálogo fraterno con sus coterráneos. Para acercarnos entre nosotros, hace falta olvidar que ese el señor X, que es médico, que tiene plata, que vive por la octava y sus hijos estudian en el Yumaná y La Fragua; o que otro es el zapatero de la calle séptima, que vive en Cándido u en cualquier otro barrio. El carnaval, como espacio de diálogo, propicia el olvido para que, de nuevo juntos, retornemos distintos y con ánimo transformador a eso que nos resultaba rutinario.

El San Pedro, en su naturaleza popular y carnavalesca, permitía en buena medida dicho acercamiento: la gente arreciaba a las calles para beber y disfrutar en el mismo espacio, lejos de los clubes sociales y campestres. Reflejo de las disparidades sociales apremiantes de nuestra ciudad, al menos le era concedido a la gente lanzar agua al que había pagado por un caballo de paso. Sin embargo, ¿qué tanto queda de ello? ¿En especial cuando las fiestas cada vez más se realizan bajo el afán de ganancia y de espaldas a las clases populares?

El bambuco: lengua de nuestros ancestros

Tal como mencioné anteriormente, el recuerdo en nuestra música tradicional apela a una vida campesina, transformada por la violencia bipartidista, bajo la necesidad de recobrar la “paz tradicional” en el Tolima y el Huila; cuando no a una lenta y evidente transformación agrícola ligada a la moral campesina a una industrial. En ella, a su vez, se permite la picaresca, se narra el amor popular, se rememoran los vejámenes de la guerra (piénsese, por ejemplo, en “El barcino”) y se muestran algunas transformaciones tanto materiales como sociales de nuestro departamento.

Cabe preguntarnos qué tanto de dicho pasado reconocemos como constitutivo de nuestro ser; sobre todo cuando, gracias a la apertura global, el Huila y su música dialogan con otros lenguajes que vienen de culturas dominantes. No es descabellado señalar que el reggaetón o el vallenato gozan de una popularidad mayor a nuestra música; además de que buena parte de los referentes de nuestra juventud vienen son foráneos (piénsese no más en el impacto que ha tenido las industrias culturales extranjeras, ahora aún más cercanas a nosotros gracias a la televisión y las plataformas).

Con esto, no pretendo alentar ningún arrebato reaccionario; menos aún pretendo apelar a un retorno vacío “a las raíces”- cualesquiera que sean, pues nunca se apela al ejercicio crítico de las mismas por parte de sus defensores- o a una reificación de la “tradición por la tradición”. No hay nada más triste que un pueblo que se obstina en recordar algo que no le dice nada, que no le habla a las entrañas de su alma y su mundo porvenir. Por el contrario, considero pertinente la forma en que, como opitas, nos aproximamos a nuestra música y su sensibilidad. Ante la quietud y pasividad del bambuco, se oponen el frenesí y la velocidad de otros géneros y lenguajes, más cercanos a la experiencia urbana. ¿Qué tan lejos yace nuestro campo? ¿Qué tan afines nos sentimos a las ciudades? ¿Cómo hacer que dialogue la racionalidad urbana y la campesina? Pareciera que la discusión que hace tiempo trazara Henri Lefevbre a propósito del derecho a la ciudad yace intacta. Esto bien valdría la pena tenerlo en cuenta de cara al respeto y sostenimiento de nuestra música. Ejercicios como el “Rock al San Pedro” y “Rock y Paz” resultan fundamentales para estos propósitos; para la muestra, vale recordar la tremenda versión del “Embajador de la India” por parte de Yersinia Pestis, banda de punk de Neiva.

El acudir a nuestra tradición bajo el faro de nuestro presente permite trascender en nuestras intuiciones y preguntas comunitarias. De hecho, pareciera que existiese un abismo histórico, un desconocimiento grave de nuestro pasado, que se manifiesta en especial cuando acudimos a él bajo el ropaje del folclor: sentimos que este presente se encuentra “demasiado lejos”, que no “dice mucho” de cara a las preguntas de nuestro presente. Dicho de otra manera, la incomprensión de nuestra historia promueve la incomprensión nuestro folclor. Esto por una mera cuestión de incapacidad simpática: somos incapaces de imaginarnos en el ropaje de nuestros ancestros. La pregunta justa ante esta situación sería la siguiente: ¿qué podría hacer el festival para acercar ambos tiempos; ¿es decir, nuestro presente y nuestro pasado? ¿Cómo hacerlo sin que se vuelva un grito academicista a la bandera, una fantasía letrada, ajena a la fiesta popular? 

¿Qué hacer ante esto? Algunas intuiciones

Más que ceder al temor al diálogo entre nuestra tradición y otros referentes recientes de nuestra cultura, ya no sólo opita, sino global, hoy más que nunca resulta necesario cuestionar nuestras tradiciones y situarlas en diálogo con otras tradiciones y referentes culturales. Aunado a lo anterior, vale la pena realizar una crítica a ciertos valores preponderantes de nuestras fiestas: el machismo, cierto clasismo y distancia social, se han petrificado bajo la excusa de no atentar contra la esencia de la festividad. Por último, sobra decir que este escrito resulta somero en algunos de sus apartes, más cuando nos referimos a actividades constitutivas del festival del bambuco. Más que certezas, es necesario ahondar en ciertas preguntas. Es necesario cuestionar nuestro presente en procura del recuerdo de nuestras vidas pasadas. 


Cláusula de conflicto de intereses: El autor no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico/profesional/personal de su perfil.

Perfil: Filosofo y Mg. en Filosofía de la Universidad del Rosario. Investigador, docente y tallerista en áreas como literatura y filosofía. Colaborador habitual de La Gaitana para las secciones de arte y cultura con énfasis en filosofía, literatura, ciudad y cine, adicionalmente escribe sobre violencia, trauma y perdón. Es guitarrista e integrante de una banda de punk.

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