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Por Mauricio Muñoz Escalante

Légolas (el perro, no el personaje de Tolkien). Fuente: Archivo personal.

Van dos días que Légolas me levanta a las tres de la madrugada para que lo saque a hacer popó. El pobre tiene una diarrea de padre y señor mío, y se despierta de repente en medio de la noche, se acerca hasta mi cama, sube la cabeza sobre el colchón, y jadea rápido y con fuerza hasta que abro los ojos. Esa es su manera de decir «Auxilio». Entonces me levanto, me pongo una chaqueta y unos zapatos sin medias, y salgo a toda velocidad hasta el parque que queda a la vuelta de la esquina.

Curioso eso que nos decimos para parecer los más civilizados: compramos o adoptamos un perro que no pidió venir a este mundo; le prohibimos que cague dentro de la casa, siendo que es sólo nuestro (y la caca también); y lo sacamos a que dejé sus detritus en el espacio público. Muy bonito. Y luego nos quejamos de que la calle huele a mierda… Pero sigamos con la historia:

Légolas va adelante como alma que lleva el diablo, poseído por la urgencia. A medio camino se acuclilla y, después de una ruidosa flatulencia, deja sobre el andén un círculo de treinta centímetros de diámetro de un líquido color café verdoso. Me doy cuenta de que la bolsita rosada en la que apenas cabe mi mano no será suficiente para dejar limpio el lugar de la deposición, y pienso que lo ideal en esta circunstancia sería tener una hidrolavadora, pero portátil.

Sigo mi camino dejando atrás la plasta, seguro de que a esas horas no me increpara ningún adalid de las relaciones humanoanimales. Légolas orina un poste y regresamos a la casa.

Me acuesto de nuevo a mirar para el techo, pues a estas alturas de la vida no es fácil reconciliar el sueño después de una interrupción así de súbita, y a las cuatro de la mañana, en el silencio de la noche, el burbujeo de los entresijos del perro suena como si alguien estuviera corriendo una silla sobre el piso de madera. Entonces la escena se repite. Me vuelvo a enfundar en mi atuendo de emergencias caninas, pero esta vez ni siquiera me preocupo por sacar las bolsitas: Légolas toma su posición excretora y deja un pegote justo al lado del anterior, pero ahora de quince centímetros de diámetro. Pienso si la hidrolavadora portátil sería un éxito en ventas. Me la imagino similar a la que usan los que fumigan los cultivos: en la lógica cultural del capitalismo tardío (remember Jameson) supongo que le va bien al kit de pañitos húmedos, bolsitas para heces, bebedero-termo, cepillo, toalla, taza, carnet de vacunas, collar, bozal, y el resto de la parafernalia que nos engargolamos los paseadores perrunos.

Hoy al volver al apartamento el portero de la entrada me preguntó lo obvio:

—¿Se le enfermó?

Le respondí que sí con la cabeza y él me dio su mejor consejo:

—Dele agua de apio.

Sonreí. Yo pensando en solucionar el problema con un artilugio tecnológico y él proponiéndome regresar a los métodos ancestrales, como si fuera un debate en la presidencia con respecto al sistema de salud. Pero no tenía apio y no podía ir a comprarlo para ponerme a cocinar, y entonces opté por llevarlo a la veterinaria en la tarde. 

Una vez allá, lo primero que me preguntaron fue qué comida le doy. No supe cómo responder. Si decía que concentrado del que venden en Jumbo a cuarenta mil pesos la bolsa de veinte libras, me regañaban. Si decía que lo que se sirve en la mesa, también. Lo único aceptable es que le dé pepas de la más alta calidad (prueba fehaciente de que no hay mejor estrategia que hacer propaganda en las facultades):

—Dog Chow —respondí, como si hablara de caviar iraní.

Pero la vendedora se escandalizó.

—Tiene que darle comida especial para estómagos delicados —me dijo y me llevó por un pasillo lleno de opciones.

Para los que no tienen la dicha de tener una mascota, les cuento: la bolsa de ocho libras de Hill´s Digestive Care vale doscientos veinte mil pesos. El veinticinco por ciento del salario mínimo. Teniendo en cuenta que Légolas pesa 50 kg, recorrí la tablita de cantidad aconsejable que está impresa en el costado de la bolsa y concluí que necesito dos de esas al mes: medio salario mínimo.

Se me heló la sangre. Miré al cielo por si me encontraba a Dios observando al mundo en esta dirección, pero nada.

—Gracias —le dije (a ella, no a Dios)—. Vuelvo después.

Y entonces fui a la tienda y compré una rama de apio.

—¿Cuánto le debo don Manuel?

—Mil —me respondió como por darme un número redondo.

—¡Cómo ha subido todo! —exclamé.

—Deme quinientos pues.

Y salí.

Ahora el problema será darle la sabrosa pócima al pobre Légolas.

—Sírvasela tibia y sin sal —me recomendó el portero—. En ayunas.

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One thought on “Hidrolavadora o apio

  1. Después de éste excelente o excelentísimo artículo, queda una admiración de muy alto grado por la capacidad de conservar el humor ante tan imperiosa llamada de “auxilio”. 👏🏽👏🏽👏🏽👏🏽👏🏽👏🏽👏🏽

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