Por Mauricio Muñoz Escalante

La conferencista mostró una imagen de Picasso, luego un cuadro de Rubens, y después unos rollos de papel higiénico pintados de colores. Entonces sentenció, como si fuéramos bobos, que el arte de hoy no era nada de eso.
Obvio.
Es normal pensar que si me inscribo en una escuela de arte no pueda graduarme pintando lo que ya hicieron otros hace cien o cuatrocientos años, sin hablar de los personajes salidos de los tubos de cartón sanitario, que son «simples manualidades», como ella misma los describió.
Eso lo sabe todo el mundo, o por lo menos deberían saberlo todos los que aspiran a una educación artística a ese nivel. Se entiende que son obras de otro tiempo, que su valor radica en que nos sirven para estimar el arte y la cultura de cierto momento anterior, y que acordemente las propuestas actuales deben ser distintas.
Hasta ahí nada nuevo.
Entonces la conferencista dijo que había escogido a Picasso porque ante la pregunta, «¿Qué es arte?», la mayoría de personas piensa en él, y «la idea de que un hombre blanco europeo represente el arte es interesante para debatir».
No entendí.
Me sentí como el idiota que ella cree que soy, más porque no mostró ni un cuadro de Picasso para ilustrar su punto de vista. Dejó la foto que acompaña este escrito unos segundos y sin más pasó a la siguiente diapositiva.
Puso el Rapto de las hijas de Leucipo y se lanzó a decir que tampoco es válido porque, aunque es una imagen que sale con frecuencia en los libros de arte, sólo se cita para explicar la composición.
Entonces nos dijo, como si fuéramos imbéciles, que la obra representa un asalto a unas mujeres.
Obvio.
De ahí el nombre de «Rapto», pensé.
—No es legítimo hablar de temas formales sin tocar el trasfondo político —dictaminó—, porque al no hablarse se naturaliza.
Seguí sin entender.
El cuadro, para los que no lo han visto, da vida a la historia griega de los Dioscuros Cástor y Pólux, hijos gemelos de Zeus y Leda, cuando raptan a Hilaria y Febe, hijas de Leucipo, para evitar que se casaran con sus primos y hacerlas sus esposas… Y lo más cómico del cuento es que, según la mitología, el matrimonio se consuma con gran felicidad para ambas parejas.
Pero eso no es lo que incumbe a la señora.
—Que sea una composición en aspa o no, cada vez me importa menos —dijo. Lo importante, según ella, es no pasar por alto el «tema de género» porque ignorarlo es legitimarlo.
—Y, bueno —dijo refiriéndose al autor—: de nuevo tenemos a un hombre blanco europeo.
Entonces entendí.
No asistí a una conferencia sobre pensamiento creativo, sino a una sesión de adoctrinamiento social a cargo de una profesora de arte.
Menos mal era gratis.
¡Cuánto deseé que en lugar mío estuviera aquí Roy Barreras, para que encontrara eco a su propuesta de borrar el mural del Salón de la Constitución, por machista y misógino!
Según ella, no se debe decir que la obra de Rubens es clave para entender los avances en temas pictóricos (posición de los elementos en el lienzo, origen de la fuente de luz, proporción de los objetos y definición del punto de atención del observador, por no hablar del nivel de detalle), sino decir que es una pintura sobre los abusos de los machos caucásicos sobre sus congéneres del sexo opuesto.
Lo que le entiendo a la doña es que Rubens es cómplice (y hasta culpable) de los vejámenes a los que fueron sometidas las mujeres del siglo XVII, por ser un hombre blanco europeo. No importa que el cuadro no sea de él mismo secuestrando a las mujeres, ni que no sea una escena de una violación real en su Amberes del momento. Su labor era denunciarlo abiertamente y rechazar de plano que estuviera ocurriendo, pero no debía andarse pintando cuadros.
Y Picasso tampoco.
Que no se haga el pendejo.
Haber retratado la guerra (piénsese en Guernica) no se puede entender como crítica a esa situación: no, no, no. Lo que quiere la conferencista es militancia, nada de discursos trasnochados… ¡Y menos de un hombre blanco europeo!
Muy bien, pero entonces le pregunto (mentalmente, claro, pues en voz alta me expongo a la hoguera):
¿Debemos pronunciarnos todos veinticuatro horas al día y siete días a la semana sobre las injusticias, no sólo contra la mujer, sino también contra los hombres y los niños y las ballenas jorobadas y las secuoyas de Yosemite?
¿No más pintura, ni escultura, ni literatura, ni cine: sólo activismo social desde que nos levantamos hasta que nos acostamos?
¿Es posible estar en desacuerdo con los excesos y practicarlo (o sea no cometerlos), sin necesidad de imprimir vallas proclamando el fin de todo atropello?
¿No es más práctico empezar por casa y (por ejemplo) no violar, ni raptar, ni abusar de las mujeres con las que convivo, digamos, mi esposa, mi amiga y mi colega?
¿No es mejor, además, que los que pueden dejen al mundo unos cuadros, no para vanagloriarse de lo bueno que son como pintores, sino para que otros (los injustos) reflexionen sobre sus arbitrariedades?
A mi juicio, que soy un ignorante sobre arte, ellos actuaron precisamente desde su siglo y lo que es crucial, desde su rol en el planeta. Rubens pintó un óleo sobre un tema que en ese momento fue pertinente. Igual Picasso. Ellos no eran (y quizás no era la época) del tipo de garrapiñar los monumentos o crear hashtags en Twitter o bloquear el Transmilenio. Mejor así. Prefiero que Rubens y Picasso se hayan expresado en colores y texturas (y en composiciones en aspa), y no que se hubieran aventado a las calles megáfono en mano a protestar por los agravios. Cada loro en su estaca.
Eso pienso.
Pero hay que tener en cuenta que soy un tarado.
Quizás por eso es tan condescendiente conmigo la conferencista.
Si ella creyera (de verdad) que los del auditorio tenemos algo de cacúmen, dejaría que idolatráramos a quien nos diera la gana. Pero no. Lo que se lee entre líneas es «Encuentren su propio Picasso porque éste no lo vale», y lo mejor de todo es que nuestra respuesta no puede ser «Edgar Negret» o «Eduardo Ramírez» o «Fernando Botero». Tiene que ser alguien que no tenga el pecado: tiene que ser una mujer.
Eso es lo que me late…
El asunto me recuerda cuando a mediados de los años noventa Saul Bellow preguntó a un reportero «¿Quién es el Tolstoy de los Zulu?», y por supuesto le llovió toda la crítica del mundo: «Racista», «Misógino», «Supremacista», «Imperialista», «Fascista» (ya el ambiente estaba un poco tenso y le dijeron hasta de qué se iba a morir).
Tiempo después Ta-Nehisi Coates, autor de Between the world and me (Spiegel & Grau, 2015), se dio a la tarea de buscar quién sería (literalmente) esa figura equivalente a Tolstoy entre los Zulu, y determinó que es Ngola Ana Nzinga Mbande, reina de los reinos de Ndongo y de Matamba, en el sudeste de África en el siglo XVII.
—¿Y?
—Pues nada. Probó que el agua moja.
El error, digo yo que soy un zoquete, está en pensar que contra una sociedad basada en opuestos, la solución está en lo múltiple: si ante la pregunta «¿Qué es literatura?» la mayoría de las personas piensa en Tolstoy (un hombre blanco europeo), tenemos que anteponer una mujer negra africana. Entonces Tolstoy y Queen Nzinga quedan iguales como por arte de magia… Y si ante la pregunta «¿Qué es arte?» la mayoría de las personas piensa en Picasso (otro hombre blanco europeo), entonces tenemos que sacar un as de debajo de la manga y postular a una mujer morena americana.
Pero así no funciona.
Lo que se le olvida a la conferencista es que las jerarquías no tienen nada que ver con el sexo o el color de la piel o el lugar de nacimiento. Así lo probó Ralph Wiley (hombre negro americano reportero de noticias deportivas) que zanjó la discusión que armaron por el comentario del Nobel: «Tolstoy es el Tolstoy de los Zulu».
Entonces yo digo: Picasso es el Picasso de los colombianos.
Lo importante por encima del dichoso trasfondo político es la obra, y no por lo que diga una persona (un estúpido de mi tamaño), sino muchas personas, de todos los continentes, hombres y mujeres, negros y blancos y de todos los colores, a lo largo de muchos, muchos años. Las obras trascienden por ser buenas obras, es decir, por el uso diestro que se le da a una tecnología en un tiempo determinado para comunicar una idea. La prueba es que esa idea, en manos de alguien sin habilidad no va para ningún lado.
Si lo clave fuera el rapto, como clama la conferencista, digamos entonces que lo pinto yo, que no tengo ningún talento artístico.
—¿Qué posibilidad hay de que mi obra trascienda más de cuatrocientos años y se hable de ella en el 2429?
—Cero.
Pero si le decimos a un artista, hombre o mujer, otro es el cantar.
Porque si hablamos de arte comparamos obras, no personas: Las señoritas de Aviñón contra Shibboleth, La masacre de los inocentes contra Tierra en flor… El resto hay que dejarlo al tiempo.
Si en cien años el mundo del arte y las letras ha mandado al olvido a Picasso y a Rubens, y más bien recuerda a Doris Salcedo y a Carlos Jacanamijoy, será por su trabajo y no por ser mujeres u hombres, blancos o morenos, colombianos o inga. Estoy seguro de que la lucha por la igualdad se da en el cuadrilátero de la calidad y no en el de las ideologías de inicios del siglo XXI. O por lo menos eso quiero pensar.
Pero yo soy un tonto.
Por eso voy a que me instruyan.